El sol de Cancún acaricia mi piel, pero no es el calor lo que me hace estremecer. Es él. Su mirada oscura y penetrante se clava en mí desde el otro lado de la terraza del restaurante, como si pudiera leer cada deseo oculto en mi interior. Un cosquilleo me recorre la espalda cuando se acerca con esa seguridad que solo tienen los hombres que saben exactamente lo que quieren. Y, en este instante, sé que me quiere a mí.
Me invita a cenar con una voz grave y envolvente, un eco de promesas veladas. Nos sentamos en un rincón discreto del restaurante, donde las luces cálidas y el murmullo de las olas crean el escenario perfecto para la tentación. Su presencia es un imán, su aroma una mezcla embriagadora de madera y sal. Me observa con una intensidad que enciende un fuego en mi vientre.
La conversación fluye entre risas y miradas cargadas de intención. Sus dedos rozan los míos al tomar su copa, y el contacto electriza mi piel. No puedo evitar humedecer mis labios, saboreando la anticipación. Sus ojos siguen cada movimiento, encendiendo en mí una chispa peligrosa. El juego ha comenzado.
Cuando la cena termina, me ofrece su mano. La acepto sin dudarlo. Caminamos por la playa, la arena tibia se desliza entre mis dedos mientras el mar nos susurra cómplice. El viento levanta mi vestido, y sus manos lo detienen con un toque ardiente en mis caderas. Me acerca a él, nuestros cuerpos separados solo por el delgado tejido de mi ropa.
Su boca encuentra la mía con una urgencia deliciosa. Sus labios me devoran con hambre, su lengua se enreda con la mía en un juego de placer y dominio. Sus manos recorren mi espalda, deslizándose por mis curvas hasta sujetarme con firmeza. Un gemido se escapa de mis labios cuando sus dedos se hunden en mi piel, marcándome con su deseo.
La playa se convierte en nuestro refugio. La luna es nuestra testigo. Su boca explora mi cuello, mis clavículas, descendiendo lentamente, como si saboreara cada instante. Mis uñas arañan su espalda con un deseo feroz, mientras mis piernas lo envuelven, atrayéndolo más cerca. Sus manos deslizan mi vestido con una lentitud tortuosa, dejando mi piel expuesta al frío de la noche y al calor de su cuerpo.
La noche nos envuelve en un vértigo de sensaciones, donde cada beso es una promesa y cada caricia una declaración. Mi cuerpo arde bajo el suyo, entregándose sin reservas, guiado por el deseo incontrolable que él ha despertado en mí. Sus labios recorren cada rincón de mi cuerpo, arrancando suspiros y jadeos de placer. La pasión se desborda en un torbellino de deseo y éxtasis.
Cuando finalmente nos rendimos al placer, el mundo desaparece y solo quedamos nosotros, dos almas encendidas en un fuego inextinguible. Nuestras respiraciones entrecortadas se mezclan con el sonido de las olas, y el placer se graba en nuestras pieles como un tatuaje indeleble.
Cuando el amanecer tiñe el cielo de rosa y oro, él despierta solo.
Sobre la almohada, junto a la huella de mi perfume, reposa una rosa negra. Un último susurro de la pasión desbordante que ardió entre nosotros, un recordatorio de que Eva nunca se queda… pero siempre deja una marca imborrable.

Me encanta cada historia
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