Al cruzar el umbral de aquel exclusivo hotel en El Poblado, la sofisticación del ambiente me abrazó al instante. Y allí estaba él, el duro de las melodías urbanas, cuyo flow inconfundible incendia las playlists y los escenarios de todo el país.

En sus manos, una copa de mi vino tinto predilecto, un detalle que marcaba la pauta de esta conexión nacida de un correo donde la virtualidad nos había presentado. Él, un reguetonero de Medellín cuyo nombre resuena con fuerza en la escena, me recibía con una sonrisa que prometía una noche donde las palabras escritas buscarían el beat de la piel.

Su vibra, tan contagiosa como sus canciones, llenó el espacio mientras me daba la bienvenida a su universo, un lugar donde la pasión por el arte une almas creativas. Me habló de sus conciertos, de la adrenalina del público; yo le compartí los universos sensuales que danzan bajo mis dedos. Pero pronto, la admiración mutua se encendió con una chispa más intensa, una curiosidad que fluía como un ritmo pegadizo entre nuestras miradas.

Fue entonces, bajo el hechizo de esa conexión incipiente, que la necesidad de traducir esa energía en palabras se apoderó de mí. Mi libreta, confidente eterna de mis anhelos, se abrió como un portal secreto. Bajo su mirada intrigada, garabateé unas líneas furtivas, un mapa personal de las sensaciones que su presencia, su aura de estrella y su inesperada delicadeza, estaban despertando en mí. Palabras que danzaban en la página, preludio de una danza más íntima.

Él, artista sensible, capaz de leer entre líneas, percibió la vibración en mis dedos, la intensidad de mi mirada esquiva. Con una sonrisa cómplice, tomó mi mano y la besó con una suavidad que contrastaba con la fuerza de sus ritmos, un sello cálido que se extendió por todo mi cuerpo. El elegante murmullo del hotel se desvaneció; solo existía el hilo invisible que nos unía.

Su mano se deslizó entonces, con una lentitud exquisita que intensificaba cada anticipación, por la seda de mi vestido. Un roce apenas perceptible, la promesa tácita de un universo de caricias. En ese instante, las palabras secretas de mi libreta se transformaron en una certeza ineludible, un destino compartido que nos llamó hacia la intimidad de la noche.

Allí, en la penumbra cómplice, la fama y la escritura se despojaron de sus adornos públicos. Nos encontramos simplemente como dos almas atraídas por una fuerza invisible. Cada roce fue una nota musical, cada beso un verso apasionado en la canción que nuestros cuerpos danzaron. No hubo necesidad de nombres resonantes ni descripciones explícitas; la autenticidad de nuestras emociones y la intensidad de nuestras caricias tejieron un relato erótico que vibró con la fuerza de un ritmo urbano y la delicadeza de una melodía secreta. Fue una noche donde la pasión encontró su propia letra, grabada en la memoria de la piel y el eco de los suspiros.